martes, 24 de enero de 2012

El dar



Dais muy poco cuando dais 
lo que es vuestro corno patrimonio. 
Cuando dais algo de vuestro interior 
es cuando realmente dais. 
Hay quienes dan poco de lo mucho 
que tienen y lo dan buscando 
el reconocimiento y su deseo oculto 
daña sus regalos. 
Y hay quienes tienen poco y lo dan todo.
Es bueno dar algo cuando ha sido pedido, 
pero es mejor dar sin demanda, comprendiendo. 
Y, para la mano abierta, 
La búsqueda de aquel que recibirá 
es mayor alegría que el dar mismo.
¿Y hay algo, acaso, que puede guardarse? 
Todo lo que tenéis será entregado algún día: 
dad, pues, ahora que la estación de dar es vuestra
y no de vuestros herederos.
Decís a menudo: “Daría, 
pero sólo a quien lo mereciera”. 
Los árboles en vuestro huerto 
no hablan de ese modo, 
ni los rebaños en vuestra pradera. 
Ellos dan para vivir, 
ya que guardar es perecer.
Todo aquel que merece recibir 
sus días y sus noches 
merece de vosotros todo lo demás. 
Y aquel que mereció beber el océano de la vida 
merece llenar su copa en vuestra pequeña fuente.
Mirad primero si vosotros mismos merecéis dar 
y ser el instrumento de dar. 
Porque, en verdad, es la vida la que da a la vida, 
mientras que vosotros, que os creéis dadores, 
no sois más que testigos.
(Khalil Gibran)

lunes, 23 de enero de 2012

Vasalisa, de Mujeres que corren con los lobos


Vasalisa

Había una vez y no había una vez una joven madre que yacía en su lecho de muerte con el rostro tan pálido como las blancas rosas de cera de la sacristía de la cercana iglesia. Su hijita y su marido permanecían sentados a los pies de la vieja cama de madera, rezando para que Dios la condujera sana y salva al otro mundo.
La madre moribunda llamó a Vasalisa y la niña se arrodilló al lado de ella con sus botas rojas y su delantalito blanco.
—Toma esta muñeca, amor mío —dijo la madre en un susurro, sacando de la colcha de lana una muñequita que, como la propia Vasalisa, llevaba unas botas rojas, un delantal blanco, una falda negra y un chaleco bordado con hilos de colores.
—Presta atención a mis últimas palabras, querida —dijo la madre—. Si alguna vez te extraviaras o necesitaras ayuda, pregúntale a esta muñeca lo que tienes que hacer. Recibirás ayuda. Guarda siempre la muñeca. No le hables a nadie de ella. Dale de comer cuando esté hambrienta. Ésta es mi promesa de madre y mi bendición, querida hija.
Dicho lo cual, el aliento de la madre se hundió en las profundidades de su cuerpo donde recogió su alma y, cuando salió a través de sus labios, la madre murió.
La niña y su padre la lloraron durante mucho tiempo. Pero, como un campo cruelmente arado por la guerra, la vida del padre reverdeció una vez más en los surcos y éste se casó con una viuda que tenía dos hijas. Aunque la madrastra y sus hijas siempre hablaban con cortesía y sonreían como unas señoras, había en sus sonrisas una punta de sarcasmo que el padre de Vasalisa no percibía.
Sin embargo, cuando las tres mujeres se quedaban solas con Vasalisa, la atormentaban, la obligaban a servirlas y la enviaban a cortar leña para que se le estropeara la preciosa piel. La odiaban porque poseía una dulzura que no parecía de este mundo. Y porque era muy guapa. Sus pechos brincaban mientras que los suyos menguaban a causa de su maldad. Vasalisa era servicial y jamás se quejaba mientras que la madrastra y sus hermanastras se peleaban entre sí como las ratas entre los montones de basura por la noche.
Un día la madrastra y las hermanastras ya no pudieron aguantar por más tiempo a Vasalisa.
—Vamos... a... hacer que el fuego se apague y entonces enviaremos a Vasalisa al bosque para que vaya a ver a la bruja Baba Yagá* y le suplique fuego para nuestro hogar. Y, cuando llegue al lugar donde está Baba Yagá, la vieja bruja la matará y se la comerá.
Todas batieron palmas y soltaron unos chillidos semejantes a los de los seres que habitan en las tinieblas.
Así pues aquella tarde, cuando regresó de recoger leña, Vasalisa vio que toda la casa estaba a oscuras. Se preocupó y le preguntó a su madrastra:
—¿Qué ha ocurrido? ¿Con qué guisaremos? ¿Qué haremos para iluminar la oscuridad?
—Qué estúpida eres —le contestó la madrastra—. Está claro que no tenemos fuego. Y yo no puedo salir al bosque porque soy vieja. Mis hijas tampoco pueden ir porque tienen miedo. Por consiguiente, tú eres la única que puede ir al bosque a ver a Baba Yagá y pedirle carbón para volver a encender la chimenea.
—Muy bien pues, así lo haré —dijo inocentemente Vasalisa.
Y se puso en camino. El bosque estaba cada vez más oscuro y las ramitas que crujían bajo sus pies la asustaban. Introdujo la mano en el profundo bolsillo de su delantal donde guardaba la muñeca que su madre moribunda le había entregado. Le dio unas palmadas a la muñeca que guardaba en el interior del bolsillo y se dijo:
—Es verdad, el simple hecho de tocar esta muñeca me tranquiliza.
A cada encrucijada del camino, Vasalisa introducía la mano en el bolsillo y consultaba con la muñeca.
—Dime, ¿tengo que ir a la derecha o a la izquierda?
La muñeca le contestaba, "Sí", "No", "Por aquí" o "Por allá". Vasalisa le dio a la muñeca un poco de pan que llevaba y siguió el camino que parecía indicarle la muñeca.
De repente, un hombre vestido de blanco pasó al galope por su lado montado en un caballo blanco e inmediatamente se hizo de día. Más adelante, pasó un hombre vestido de rojo montado en un caballo rojo y salió el sol. Vasalisa prosiguió su camino y, en el momento en que llegaba a la choza de Baba Yagá, pasó un jinete vestido de negro trotando a lomos de un caballo negro y entró en la cabaña de Baba Yagá. Enseguida se hizo de noche. La valla hecha con calaveras y huesos que rodeaba la choza empezó a brillar con un fuego interior, Iluminando todo el claro del bosque con su siniestra luz.


* En ruso, literalmente, Mujer Hechicera. (N. de la T.)
La tal Baba Yagá era una criatura espantosa. Viajaba no en un carruaje o un coche sino en una caldera en forma de almirez que volaba sola. Ella impulsaba el vehículo con un remo en forma de mano de almirez y se pasaba el rato barriendo las huellas que dejaba a su paso con una escoba hecha con el cabello de una persona muerta mucho tiempo atrás.
Y la caldera volaba por el cielo mientras el grasiento cabello de Baba Yagá revoloteaba a su espalda. Su larga barbilla curvada hacia arriba y su larga nariz curvada hacía abajo se juntaban en el centro. Tenía una minúscula perilla blanca y la piel cubierta de verrugas a causa de su trato con los sapos. Sus uñas orladas de negro eran muy gruesas, tenían caballetes como los tejados y estaban tan curvadas que no le permitían cerrar las manos en un puño.
La casa de Baba Yagá era todavía más extraña. Se levantaba sobre unas enormes y escamosas patas de gallina de color amarillo, caminaba sola y a veces daba vueltas y más vueltas como un bailarín extasiado. Los goznes de las puertas y las ventanas estaban hechos con dedos de manos y pies humanos y la cerradura de la puerta de entrada era un hocico de animal lleno de afilados dientes. Vasalisa consultó con su muñeca y le preguntó:
—¿Es ésta la casa que buscamos?
Y la muñeca le contestó a su manera:
—Sí, ésta es la casa que buscas.
Antes de que pudiera dar otro paso, Baba Yagá bajó con su caldera y le preguntó a gritos:
—¿Qué quieres?
La niña se puso a temblar.
—Abuela, vengo por fuego. En mi casa hace mucho frío... mi familia morirá... necesito fuego.
Baba Yagá le replicó:
—Ah, sí, ya te conozco y conozco a tu familia. Eres una niña muy negligente... has dejado que se apagara el fuego. Y eso es una imprudencia. Y, además, ¿qué te hace pensar que yo te daré la llama?
Vasalisa consultó con la muñeca y se apresuró a contestar:
—Porque yo te lo pido.
Baba Yagá ronroneó.
—Tienes mucha suerte porque ésta es la respuesta correcta.
Y Vasalisa pensó que había tenido mucha suerte porque había dado la respuesta correcta.
Baba Yagá la amenazó:
—No te puedo dar el fuego hasta que hayas trabajado para mí. Si me haces estos trabajos, tendrás el fuego. De lo contrario... —Aquí Vasalisa vio que los ojos de Baba Yagá se convertían de repente en unas rojas brasas—. De lo contrario, hija mía, morirás.
Baba Yagá entró ruidosamente en su choza, se tendió en la cama y ordenó a Vasalisa que le trajera lo que se estaba cociendo en el horno. En el horno había comida suficiente para diez personas y la Yagá se la comió toda, dejando tan sólo un pequeño cuscurro y un dedal de sopa para Vasalisa.
—Lávame la ropa, barre el patio, limpia la casa, prepárame la comida, separa el maíz aflublado del maíz bueno y cuida de que todo esté en orden. Regresaré más tarde para inspeccionar tu trabajo. Si no está listo, tú serás mi festín.
Dicho lo cual, Baba Yagá se alejó volando en su caldera, usando la nariz a modo de cataviento y el cabello a modo de vela. Y cayó de nuevo la noche.
Vasalisa recurrió a su muñeca en cuanto la Yagá se hubo ido.
—¿Qué voy a hacer? ¿Podré cumplir todas estas tareas a tiempo?
La muñeca le aseguró que sí y le dijo que comiera un poco y se fuera a dormir. Vasalisa le dio también un poco de comida a la muñeca y se fue a dormir.
A la mañana siguiente, la muñeca había hecho todo el trabajo y lo único que quedaba por hacer era cocinar la comida. La Yagá regresó por la noche y vio que todo estaba hecho. Satisfecha en cierto modo aunque no del todo porque no podía encontrar ningún fallo, Baba Yagá dijo en tono despectivo:
—Eres una niña muy afortunada.
Después llamó a sus fieles sirvientes para que molieran el maíz e inmediatamente aparecieron tres pares de manos en el aire y empezaron a raspar y triturar el maíz. La paja voló por la casa como una nieve dorada. Al final, se terminó la tarea y Baba Yagá se sentó a comer. Se pasó varias horas comiendo y por la mañana le volvió a ordenar a Vasalisa que limpiara la casa, barriera el patio y lavara la ropa.
Después le mostró un gran montón de tierra que había en el patio.
—En este montón de tierra hay muchas semillas de adormidera, millones de semillas de adormidera. Quiero que por la mañana haya un montón de semillas de adormidera y un montón de tierra separados. ¿Me has entendido?
Vasalisa estuvo casi a punto de desmayarse.
—¿Cómo voy a poder hacerlo?
Introdujo la mano en el bolsillo y la muñeca le contestó en un susurro:
—No te preocupes, yo me encargaré de eso.
Aquella noche Baba Yagá empezó a roncar y se quedó dormida y entonces Vasalisa intentó separar las semillas de adormidera de la tierra. Al cabo de un rato la muñeca le dijo:
—Vete a dormir. Todo irá bien.
Una vez más la muñeca desempeñó todas las tareas y, cuando la vieja regresó a casa, todo estaba hecho. Baba Yagá habló en tono sarcástico con su voz nasal:
—¡Vaya! Qué suerte has tenido de poder hacer todas estas cosas.
Llamó a sus fieles sirvientes y les ordenó que extrajeran aceite de las semillas de adormidera e inmediatamente aparecieron tres pares de manos y lo hicieron.
Mientras la Yagá se manchaba los labios con la grasa del estofado, Vasalisa permaneció de pie en silencio.
—¿Qué miras? —le espetó Baba Yagá.
—¿Te puedo hacer unas preguntas, abuela? —dijo Vasalisa.
—Pregunta —replicó la Yagá—, pero recuerda que un exceso de conocimientos puede hacer envejecer prematuramente a una persona.
Vasalisa le preguntó quién era el hombre blanco del caballo blanco.
—Ah —contestó la Yagá con afecto—, el primero es mi Día.
—¿Y el hombre rojo del caballo rojo?
—Ah, ése es mi Sol Naciente.
—¿Y el hombre negro del caballo negro?
—Ah, sí, el tercero es mi Noche.
—Comprendo —dijo Vasalisa.
—Vamos niña, ¿no quieres hacerme más preguntas? ——dijo la Yagá en tono zalamero.
Vasalisa estaba a punto de preguntarle qué eran los pares de manos que aparecían y desaparecían, pero la muñeca empezó a saltar arriba y abajo en su bolsillo y entonces dijo en su lugar:
—No, abuela. Tal como tú misma has dicho, el saber demasiado puede hacer envejecer prematuramente a una persona.
—Ah —dijo la Yagá, ladeando la cabeza como un pájaro—, tienes una sabiduría impropia de tus años, hija mía. ¿Y cómo es posible que seas así?
—Gracias a la bendición de mi madre —contestó Vasalisa sonriendo.
—¡¿La bendición?! —chilló Baba Yagá—. ¡¿La bendición has dicho?! En esta casa no necesitamos bendiciones. Será mejor que te vayas, hija mía —dijo empujando a Vasalisa hacia la puerta y sacándola a la oscuridad de la noche—. Mira, hija mía. ¡Toma! —Baba Yagá tornó una de las calaveras de ardientes ojos que formaban la valla de su choza y la colocó en lo alto de un palo—. ¡Toma! Llévate a casa esta calavera con el palo. Eso es el fuego. No digas ni una sola palabra más. Vete de aquí.
Vasalisa iba a darle las gracias a la Yagá, pero la muñequita de su bolsillo empezó a saltar arriba y abajo y entonces Vasalisa comprendió que tenía que tomar el fuego y emprender su camino. Corrió a casa a través del oscuro bosque, siguiendo las curvas y las revueltas del camino que le iba indicando la muñeca. Vasalisa salió del bosque, llevando la calavera que arrojaba fuego a través de los orificios de las orejas, los ojos, la nariz y la boca. De repente, se asustó de su peso y de su siniestra luz y estuvo a punto de arrojarla lejos de sí. Pero la calavera le habló y le dijo que se tranquilizara y siguiera adelante hasta llegar a la casa de su madrastra y sus hermanastras. Y ella así lo hizo.
Mientras Vasalisa se iba acercando a la casa, la madrastra y las hermanastras miraron por la ventana y vieron un extraño resplandor danzando en el bosque. El resplandor estaba cada vez más cerca y ellas no acertaban a imaginar qué podía ser. La prolongada ausencia de Vasalisa las había inducido a pensar que ésta había muerto y que las alimañas se habían llevado sus huesos y en buena hora.
Vasalisa ya estaba muy cerca de su casa. Cuando la madrastra y las hermanastras vieron que era ella, corrieron a su encuentro, diciéndole que llevaban sin fuego desde que ella se había ido y que, a pesar de que habían intentado repetidamente encender otro, éste siempre se les apagaba.
Vasalisa entró triunfalmente en la casa, pues había sobrevivido al peligroso viaje y había traído el fuego a su hogar. Pero la calavera que estaba contemplando todos los movimientos de las hermanastras y de la madrastra desde lo alto del palo las abrasó y, a la mañana siguiente, el malvado trío se había convertido en unas pavesas.

miércoles, 11 de enero de 2012

Los cuatro acuerdos

Los Cuatro Acuerdos
Un libro de la Sabiduría Tolteca, de Miguel Ruiz

Conmovedor, manjar para el alma han resultado ser cada página de este libro en el que cuenta y enseña sobre la Sabiduría Tolteca. Quién decide ser un Maestro Tolteca debe tener la capacidad de desaprender lo aprendido para aprender lo esencial de la vida.
El autor devana el sueño universal para que cada uno tome la punta del ovillo y aprenda a tejer el suyo propio. Interesante manera de enseñar a darnos cuenta que somos un espejo donde los demás se miran y la importancia que tiene conocerse a uno mismo.
Ese sueño del que hablan los toltecas no es nada más que la idea de la felicidad que todo ser humano tiene y que a veces, o la mayor parte del tiempo,  dejamos atravesarnos por sueños inacabados o pesadillas ajenas.
Esa manera de atravesarnos nos ocurre desde pequeños con nuestras enseñanzas, los límites y los miedos que nos crean los adultos, que han recibido la misma lección. Es similar a la Cueva de Platón, dónde todos estaban atados dentro de ella y no sabían de la existencia del sol, hasta que los más atrevidos, los que se daban cuenta de sí mismos despertaban la inquietud y comenzaban a husmear, y a intentar romper las cadenas. La mayoría sentía el sufrimiento que le ocasionaban las cadenas al tironear de ellas, y volvían a su lugar, otros a pesar de los padecimientos las cortaban y descubrían la luz, ellos eran quienes después comenzaban a llevar el conocimiento del descubrimiento, algunos creían y hacían lo mismo, otros hasta hoy siguen en la cueva. Esa acción de estar atados es para los toltecas el ser domesticados. El ser domesticados es ser encadenados a ideas y creencias que no nos permiten ver, y llevar a la incomprensión de la vida; y como dice El Fausto, de Goethe, “Cuando uno encuentra lo bello en este mundo, lo llama locura o engaño”.
En esa domesticación el individuo acuerda con el otro o con él mismo posturas, actitudes, pensamientos, ideas que deben ser acorde a su entorno para ser aceptado y protegido, su instinto animal de supervivencia es superior a si mismo. Es ahí cuando comienza  a perderse.
Los toltecas descubrieron que para encontrarse, para ser feliz, liberarse de las cadenas era necesario romper acuerdos, romper con creencias impuestas y experimentar las propias, basadas pura y exclusivamente en el Amor. El Amor es el único nutriente apto para cualquier ser que piense y respire.  Cada uno de nosotros estamos capacitados para distinguir lo que realmente nos nutre o nos intoxica, sólo es aprender a desarrollar al máximo esa aptitud.
El consejo de estos Maestros fue hacer de la vida un cielo, un sueño personal en el paraíso. Romper viejos acuerdos es una tarea diaria para acordar con los nuevos, cada vez que se rompa uno de los nuevos, es preciso volver a pactarlo hasta que la costumbre y la repetición comienza a ser una mella en nuestro ser.

El primer acuerdo:
SÉ IMPECABLE CON TUS PALABRAS
Impecable es libre de pecado, palabras puras sin intención negativa, con una carga de amor producen magia tanto en el emisor como en el receptor.
Hablar de manera positiva, sin juzgar ni criticar, utilizar nuestra energía correctamente siendo conscientes que cada palabra “pecaminosa” se vuelca hacia nosotros.
Para hablar correctamente sólo es necesario utilizar como base la verdad, para ello es preciso conocernos sinceramente y corregir nuestros hábitos, romper acuerdos y liberarnos.
Cuando aprendamos hablar impecablemente la comunicación tanto externa como interna será en un ambiente de armonía, paz y felicidad.

El segundo acuerdo:
NO TE TOMES NADA PERSONALMENTE
Tomarnos lo que nos dicen los demás de manera personal es hacer caso a la opinión que tenemos de nosotros mismos, tanto buena como mala. Generalmente esa opinión que nosotros tenemos de la imagen que nos devuelve el espejo es sin lugar a dudas un conglomerado de elogios, adulaciones, críticas que nos han hecho;  es en realidad un mirarse con los ojos ajenos.
Dejar de mirarse con ojos ajenos es romper un acuerdo y basar la opinión propia en lo que nuestro cuerpo, espíritu y alma manifiestan, es sincerarse, perder los miedos de ser uno mismo y confiar en si mismo.
Cuando logremos acordar con esto confiaremos en nosotros mismos y seremos absolutamente responsables, lo que hará que sea lo verdadero y como tal no dará cabida a los reproches propios o ajenos.

El tercer acuerdo:
NO HAGAS SUPOSICIONES
Hacer suposiciones es jugar peligrosamente con nuestra imaginación, porque sacamos conclusiones según nuestro modo de ver y sentir y no tenemos encuentra el ver y sentir del otro.
Lo acertado sería que ante determinada situación en lugar de redactar una teoría sobre ella dejar que la cosa sea simplemente y aprender a preguntar lo que no entendemos. Esto hará que no ingresemos al mundo de las fantasías porque no podremos ver la realidad.

El cuarto acuerdo:
HAZ SIEMPRE LO MÁXIMO QUE PUEDAS
El objetivo de este acuerdo es vivir en plenitud, para tan magna meta sólo se necesita hacer, disfrutar de lo que se hace, ser consciente de ello, y saber que cuando se está haciendo se está acorde a la circunstancia personal. Siempre hacer el máximo, ni más ni menos,  es llegar al límite de nuestra capacidad como agotando las energías que están destinadas a esa acción sin utilizar energías para otra tarea o dejar reservas por si las dudas. Logrando esta habilidad nada resultará carga, peso, motivo de auto-reproches, insatisfacción. Será la manera de dejar de juzgarse.

Tarea bastante complicada esta de romper acuerdos y convenir con las ideas toltecas, no imposible es sólo cuestión de repetirlos porque eso hará que caminemos hacia la libertad. La libertad que buscamos, es esa que sabemos que está, es el libre albedrío que Dios nos selló en la frente y en el corazón cuando nacimos.  Si nos analizamos un poco nos daremos cuenta que siempre estamos conformando a los demás, y en ese conformar nos constituimos como persona, nos genera conflictos eternos esta postura porque no estamos respetando ni siendo responsable de nuestra libertad. No existe la libertad absoluta, sólo si se es consciente de que estamos esclavizados y queremos desligarnos de las ataduras (reconocer cuál es el problema para poder resolverlo), esa libertad es netamente interna, es estar libre de heridas, del pasado revivido constantemente en el presente, y del veneno emocional que nos han inyectado y nos hemos inyectado en el mundo de nuestras ideas, sueños, creencias llámese de cualquier forma.
Para cambiar, modificarnos, ser auténticos, felices, los toltecas proponen romper viejos acuerdos, no creer que uno es superior a otro ni peor, es elegir vivir en el cielo.
Serán Maestros para los toltecas quienes sean realmente consciente de quienes son y reconozcan sus propias posibilidades, a ellos le llaman Maestros de la Conciencia; quienes dejen de ser domesticados y auto-domesticado y pueda vivir en la verdad será el Maestro de la Transformación y la última maestría es la del Intento, el intento es Vida, y la Vida es el Amor. El Intento es pujar para que algo se haga posible.
De qué manera se recibirá uno de maestro? Practicando, enfrentando a nuestros miedos uno a uno; dejar de alimentarlos o bien viviendo el segundo de vida como si fuese el último.
Para enfrentar los miedos es poner en práctica el arte de la transformación,  eligiendo en qué creer y en qué no creer y centrar la atención en lo que realmente se quiere cambiar. Para dejar de alimentar a ese parásito que son nuestro Juez y Víctima que siempre están en guerra dentro de nosotros, es pensar en convertirse en guerrero, un guerrero controla su comportamiento. Diciendo la verdad, curando heridas, perdonando porque sentimos Amor incondicional descubierto en la práctica de los Cuatro Acuerdos y que aún no nos dimos cuenta de qué se trata, refrenando las emociones para que se liberen en el momento justo ni antes ni después, es una manera de controlar el comportamiento. Entonces un guerrero es aquel que tiene un control absoluto sobre sus emociones. Y por último y la práctica más osada es la Iniciación a la Muerte, el ángel de la muerte a los toltecas les enseñó a vivir como si fuese el último día, expresar los sentimientos puros y de amor hacia quienes realmente lo sentimos, permanecer despiertos, disfrutar cada instante. Para aprender esto es preciso resucitar porque en esa muerte se muere el famoso parásito que nos atonta la vida. Un gesto simple para llevar a cabo esta experiencia es la gratitud.
Quienes logren experimentar los Cuatro Acuerdos vivirán plenos, felices e irradiarán Amor porque no nacimos para sufrir, alguien nos lo hizo creer.

martes, 3 de enero de 2012

Me lo explica todo, por favor?

El Maestro sufi contaba siempre una parábola al finalizar cada clase, pero los alumnos no siempre entendían el sentido de la misma...

- Maestro - lo encaró uno de ellos una tarde. Tú nos cuentas los cuentos pero no nos explicas su significado...
- Pido perdón por eso. - Se disculpó el maestro - Permíteme que en señal de reparación te convide con un rico durazno.
- Gracias maestro.- respondió halagado el discípulo.
- Quisiera, para agasajarte, pelarte tu durazno yo mismo. ¿Me permites?
- Sí. Muchas gracias - dijo el discípulo.
- ¿Te gustaría que, ya que tengo en mi mano un cuchillo, te lo corte en trozos para que te sea más cómodo?...
- Me encantaría... Pero no quisiera abusar de tu hospitalidad, maestro...
- No es un abuso si yo te lo ofrezco. Solo deseo complacerte...
- Permíteme que te lo mastique antes de dártelo...
- No maestro. ¡No me gustaría que hicieras eso! Se quejó, sorprendido el discípulo.

El maestro hizo una pausa y dijo:
- Si yo les explicara el sentido de cada cuento... sería como darles a comer una fruta masticada.

El Derviche

Una vez el sultán iba cabalgando por las calles de Estambul, rodeado de cortesanos y soldados. Todos los habitantes de la ciudad habían salido de sus casas para verle. Al pasar, todo el mundo le hacía una reverencia. Todos menos un derviche arapiento.
El sultán detuvo la procesión e hizo que trajeran al derviche ante él. Exigió saber por qué no se había inclinado como los demás.
El derviche contestó:
- Que toda esa gente se incline ante ti significa que todos ellos anhelan lo que tú tienes : dinero, poder, posición social. Gracias a Dios esas cosas ya no significan nada para mí. Así pues, ¿por qué habría de inclinarme ante ti, si tengo dos esclavos que son tus señores?.
La muchedumbre contuvo la respiración y el sultán se puso blanco de cólera.
- ¿Qué quieres decir? - gritó.
- Mis dos esclavos, que son tus maestros, son la ira y la codicia - dijo el derviche tranquilamente.
Dándose cuenta de que lo que había escuchado era cierto, el sultán se inclinó ante el derviche.